Recent Posts

sábado, febrero 26, 2011

El discurso del tirano: reflexiones schmittianas

Los pensadores sobre la política que se consideran clasicos, así sea uno cuyo "clasicismo" sea tan controvertido  como lo es en el caso de Carl Schmitt, nos proporcionan conceptos y máximas que ayudan a reflexionar sobre los sucesos contemporáneos. Para echar mano en nuestros días de las categorías de Schmitt de manera provechosa, hay que hacerlo bajo una óptica proporcionada por gafas democráticas, salvo que nos contentemos con traerlo a la vida sólo para dejar patente cómo pensaba cierta corriente del derecho constitucional que llegó a simpatizar con la idea del estado total, lo que, en el caso de Schmitt, equivaldría a provocar la lluvia sobre un terreno ya muy mojado. Finalmente, todas las teorias son legítimas y ninguna tiene importancia, decía Borges, lo que importa es lo que se hace con ellas.

En este orden de ideas he de comentar que tuve la oportunidad de ver en tiempo real el discurso de Muammar Gaddafi, pronunciado precisamente en estos momentos en que la moneda que habrá de determinar a las fuerzas que se queden con el poder público en Libia se encuentra rotando por los aires. ¡Quedé estupefacto!

Al hacerlo observo a un viejo militar, pretendido padre de un pueblo y héroe de batallas legendarias, que reclama a sus hijos, repentinamente insomnes, la ingratitud manifiesa al exigirle que se largue. Contemplo a un eterno detentador del poder coercitivo furiosamente desconcertado al percatarse que más allá de dicho mecanismo de fuerza cuenta con pocos argumentos para justificar su permanencia al frente de una nación, a cuya ciudadanía nunca consideró con capacidad de interlocución política y que ahora, insolente, se niega a seguir sujeta a la forma existencial que sus progenitores han interiorizado.

Los reflejos del militar acostumbrado al culto forzado recurren al canto de discutibles glorias del pasado y al cobijo de los pendones oficiales para justificar el ejercicio del poder del futuro, sin percatarse de que los héroes terminan su labor con el reconocimiento a su gesta y los honores temporales que lo acompañan pero que al aspirar a convertirse en dioses vivientes derruyen toda leyenda.

El poder que por años se concentró en Libia no dejó espacio para el conflicto político secundario, por lo que hoy en la disputa todo es vital, los combatientes se juegan la soberanía del estado, la supremacía para determinar lo justo y lo injusto, lo pío y lo pecaminoso, se desvanece sin poder ser asida en estos momentos por nadie. En términos schmittianos esto significa que el estatus político se encuentra en receso, ya que no hay en ese territorio un núcleo de decisión y acción que pueda organizar una unidad política, el ser político desfallece y el plasma desperdigado busca el continente que lo vuelva a configurar y que pueda hacer la distinción entre el amigo y el enemigo, esencia de la existencia política.

El adversario combatiente es el agrupamiento humano que hasta hace poco se identificaba como súbdito pero que ahora reclama su lugar como elemento del estado; en Libia la divergencia política es el enemigo que merece la muerte, así lo dice Gaddafi mientras agita las tablas verdes de la ley y sus intolerantes mandatos, que no expresan más que lo que por años ha sido el producto de su autoritaria voluntad, pero es muy cuestionable que en estos momentos sea su querer el que pueda determinar quien sea el enemigo público, actor antagónico al cual sólo puede tratársele en escena mediante la destruccción. La amalgama social se niega a seguir siendo pasivamente configurada y rechaza las ahora sucias manos del configurador obsoleto y sus irritantes intimidaciones. El cuerpo político embrionario reacciona contra la enfermedad que detecta en el dirigente que lo condena, ¿quién tiene en esta circunstancia excepcional el derecho y la fuerza para decidir de manera definitiva quién es el anticuerpo y quién la enfermedad?

Cuando las palabras que recogen los libros de las leyes son las dictadas por la propia lengua la apelación al derecho resulta evidencia de cínismo. El derecho sin legitimidad sólo es formalidad, expresión de los intereses de los poderosos y, en casos de disolución del estado, técnica de conservación sin organización política del poder. No se acude a las normas para hacer eficaz un orden una vez que éste ha desaparecido, lo que se requiere en estas circunstancias es decisión que implante una nueva ordenación social: "Quien domine el caso de excepción, domina con ello el estado", dice Schmitt.

Mientras al auténtico dictador las formalidades jurídicas le estorban, el tirano recurre a ellas para perpetuarse. Su normativa, propia de una situación de excepción, en Libia ha sido durante la regencia de Gaddafi la normalidad. ¿A qué más puede recurrir para afrontar un caso de excepcionalidad si todas las herramientas del control social las tiene desplegadas desde que accedió al poder? El estado de sitio que se vuelve regularidad, al verse amenazado, no tiene escalones adicionales para elevar el acopio de sus recursos de poder salvo la guerra, que cuando se vuelve en la constante es sinónimo del estado de naturaleza. En tal situación no hay soberano ni estado y sin estado no hay derecho que se pueda esgrimir como directriz, de nuevo toda conducta es válida.

"El contenido de la actividad del dictador consiste en lograr un determinado éxito, algo que poner en obra: el enemigo debe ser vencido, el adversario político debe ser apaciguado o aplastado", afirma Schmitt, sin ambargo, a Gaddafi el apelativo de dictador le queda grande desde hace mucho tiempo sino es que desde siempre, la connotación del término rebasa la moralidad de lo que ha sido su actuar. El verdadero dictador, el caudillo llamado a superar una emergencia que amenaza la preservación de la organización política, no acude a normas generales para justificarse sino a la eficacia de su actuar, siempre constreñido a la estricta temporalidad que requiere el estado de necesidad. En Libia no  ha existido dictadura, hubo golpe de estado, tiranía y ahora guerra civil. El dictador tiene a la ruina social como adversario, aquí la crisis es causada por el gobernante vitalicio, la solución a su existencia problemática vendrá de sus adversarios al derrocarlo, de la escisión territorial del estado o de la imposición de una paz teñida de sangre que restaure la tiranía.

Para Carl Schmitt lo irracional terminará por ser instrumento de lo racional; en esta disputa el antiguo rebaño y la mayoría de los observadore acusa de locura al pastor intransigente que con su bastón lanza golpes que ya no intimidan a los resueltos. En el territorio libio no hay racionalidad de estado, ni tecnicidad ni ejecutividad, las tres vías de la auténtica dictadura, sólo se perciben dos pulsiones antagónicas, rencorosas: "me quedo", por un lado, y "lárgate", por el otro, y sin la presencia de la razón no se infiere la posibilidad de un espacio para la negociación.

La coexistencia de dos soberanías en un mismo territorio es imposible, una de ellas será el enemigo interno, conforme a determinación posterior al conflicto, la otra aspirará a ser heredero legítimador de Leviathan y librar a Libia del caos. El juego de máscaras se está desarrollando ante nuestra mirada. Hay fuerza bruta desperdigada por doquier, aspiraciones de libertad revueltas con intereses, cobardes durante años, ahora convenientemente revolucionarios, propaganda de ambos lados y toma de partido por parte de los espectadores de la tragedia, pero ninguno de los extremos puede proclamarse aún soberano e imponer el criterio que decida la circunstancia.

En Libia no se aprecia una lucha de ideas, hay negación de contrarios que sólo puede resolverse mediante la eliminación de uno de ellos, la victoria, si es definitiva, tratará de legitimar al victorioso. En revolución el derecho lo establecen los triunfadores, así hayan sido previamente calificados como sediciosos. En ella hay disponibilidad para morir en el afán de destruir a los hombres que están de parte del enemigo, con el fin último de trastocar los fundamentos jurídicos y resortes de poder del estado, según convenga a los vencedores.

No se trata de un problema de justicia o de moral, simple, pero también gravemente, es un problema de estado y "... si no hay estado posible, hablar de valores como la justicia es ocioso e imposible.", nos recuerda Schmitt. Los precedentes en la historia por la lucha del poder valen políticamente no por la naturaleza de los medios utilizados sino porque triunfaron y se justificaron: "Quien produce la tranquilidad, seguridad y orden es soberano y tiene toda la autoridad."

En este orden de ideas se ve muy difícil la recuperación de la autoridad por parte del megalómano que grita "Libia soy yo", "la revolución soy yo", "el pueblo soy yo", mientras recibe el repudio tanto en el espacio interior, cuya distribución y acomodo político no puede hacer más, como la condena de las fuerzas exteriores que trabajan para construir un nomos de la tierra bajo cuyas premisas morales se exige su expulsión y la de sus semejantes del gobierno sobre seres humanos.






0 comentarios:

Publicar un comentario