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sábado, junio 26, 2010

Caronte

Hace exactamente un año me encontré, de manera inesperada, en una escalofriante circunstancia que, tras un periodo de guarda y asimilación, procedo a narrar ahora para cumplir una promesa de ultratumba. Lo que pensé sería una visita medica que resultaría en no más que una amonestación de parte del discípulo de Hipócrates, se convirtió en una intervención de urgencia. Al ser conducido al lugar en el que se llevaría a cabo la empresa, infestado de delgados tubos de plástico que se adherían a distintas partes de mi cuerpo, y ante mi desasosiego fruto del nerviosismo, recibí de un doctor el siguiente consejo jovial: "tu sólo sigue la luz", la broma me tranquilizó y perdí confiado la conciencia al respirar los irresistibles vapores de la anestesia.



Al recobrarla, lejos de ver alguna luz blanca y brillante al final de un tunel, me encontré dentro de lo que percibí como una descomunal bóveda, a la orilla de un de río enorme, agitado, verde negrusco, frío, que al trapasar dos columnas rocosas ciclópeas ubicadas a mediana distancia de mi punto de observación, conectaba con una mayor extensión de agua, el viento helado azotaba sin consideración mi cara y hacían moverse los harapos que llevaba por prendas cual frágiles banderolas. Mientras contemplaba el imponente lugar en el que me encontraba, me percaté que se acercaba en mi dirección una barca que con destreza desafiaba a las embravecidas aguas; al acercarse más, observé con estupor la figura del barquero que la conducía, una figura enorme, imponente, de al menos tres metros de altura, perteneciente a un viejo robusto, de cabellos largos y ojos hundidos, que no permitían verle con claridad el blanco esclerótico de sus ojos, los que se perdían en la tosquedad de sus facciones; su antigüedad no era motivo, sin embargo, para cuestionar el portento de su fortaleza. Al llegar conmigo desplazó la embarcación de manera tal que entendí que me pedía subir a ella, lo que hice, sin reflexionar mucho sobre las razones para ello; apenas tomé asiento sobre una de las maderas que atravezaban horizontalmente la barca, el guía me anunció con voz sobrecogedora: ¡es hora de iniciar el trayecto de Dante!, al finalizar la frase caí en cuenta, con horror, de que me encontraba con Caronte, el legendario transportador de las almas a la morada de los muertos.

Al llegar a la altura de las columnas rocosas, a unos cuatroscientos o quinientos metros del lugar de la playa en el que sumisamente abordé, pude divisar la inmensidad de la extensión que pretenderíamos atravezar, parecía un mar, sin luna ni estrellas por encima que lo alegraran; en el horizonte se divisaba un continente montañoso, con cuatro partes bien identificables: la primera al inicio del contacto del continente con el mar, que corría como una malla arbolada delgada, verdadera cabeza de playa, iluminada de verde; de otra parte, más arriba y a la izquierda, se extendía otra área, enorme, rojiza, moteada con infinidad de puntos negros, con lo que parecían ser volcanes en erupción, cuya lava daba la apariencia de atravezar en múltiples direcciones el lugar, cual torrentes de color naranja que se conducían a través de una infinidad de ríos; en la parte de enmedio superior del continente se percibía la existencia de una extensión igualmente enorme, pero totalmente oscura, que parecía absorver cualquier rasgo luminoso que se le acercara y, finalmente, del lado derecho, más pequeña en relación con las anteriores, había una parte iluminada de un tenue y pacífico color blanco azulado, en el que parecían circular pequeños grupos de sombras, que podían ser grupos de árboles rodeados por seres cual hormigas. Dicho continente, que quitaba el aliento con su tenebrosa belleza, aparecía como nuestro destino.

¿Traes las monedas contigo? me cuestionó Caronte, en alusión a la costumbre de colocar monedas en la boca de los difuntos, a manera de pago por sus servicios, que tenían los antiguos pueblos griegos. ¿Monedas?, si ni siquiera he muerto, pensé ilusamente. Mi conductor volvió a preguntar de manera grave por los óbolos, insistente; en cuanto salí de mi estupor, le contesté que no, que no tenía razón alguna para traerlos conmigo en esos momentos, ante mi ingenuo atrevimiento los ojos le brillaron, ahora más visibles, con un ligero brilo entre ambar y rojo que de manera incuestionable denotaba furia y, a la vez que me levantaba en vilo por el cuello, me dijo, colérico: ¡tendrás entonces que vagar por cien años por las arenas de este lugar, a menos que te arroje de una buena vez al mar para que purgues tus penas flotando en las aguas del Estigia por toda la eternidad!, esperando lo peor, sólo cerré los ojos y, combatiendo como pude la asfixia,  traté de no oponer resistencia para evitar contrariarlo, al cabo de unos segundos me azotó sobre la barca que crujió de foma tal que pensé que la atravezaría y terminaria de todas maneras en el fondo del mar.

Al recuperar la respiración esperé algunos instantes, finalmente me atreví a dirigirle la palabra y le dije, de la manera más cortesana posible, que esas no podían ser las unicas opciones posibles para mi destino. Mi mente de abogado no atinó más que a argumentar que había cosas que debían ser desahogadas previamente, que a mi leal saber y entender no había fallecido ni había recibido aún los honores funebres como marcan las costumbres, requisito procesal indispensable para emprender cualquier tipo de viaje al imperio de Hades, lo que seguramente explicaba la carencia de monedas, y que además no había sido entregado a él por Hermes, el mensajero de los dioses y única autoridad competente para hacer dicha entrega, por lo que, toda vez que no había fundamento para que me encontrara en este predicamento, no existían condiciones para comenzar mi viaje al más allá, como respuesta recibí lo siguiente: ¿no puedes iniciar el viaje?, pero si ¡ya estás en él!, me contestó en medio de una terrible y cruel carcajada que me hizo sentir como un ser insignificante, ¿acaso cuentas con la rama de oro de la Síbila de Cumas, para que puedas conocer el infierno como un ser vivo? preguntó, le contesté que no tenía la menor idea de donde pudiera obtener el objeto que mencionaba ni inquietud alguna en conocer a Hades, ¡¿aún sin vida tienes ánimo para bromear?! me espetó molestísimo, a la vez que golpeaba violentamente la lancha con el remo, desprendiendo pedazos de madera y astillas de la embarcación, ¡las historias que depara la fortuna no las puedes desencadenar, y a veces ni siquiera interrumpir, así seas tu el protagonista principal!, ¡por lo visto ignoras las lecciones que se desprenden de Esquilo!; con terrible angustia, llorando, le supliqué que me déjara regresar a la orilla, le dije que mi decidia me había impedido hacer cosas que tenía en mente y grité: ¡no estoy preparado para morir!, ¡esos son pretextos de pusilánimes! me gritó, ¡desde que nacemos nos preparamos para la muerte!, ¿cómo es posible que no sepas esta verdad? las leyes de este lugar son inapelables, la única vez que han sido torcidas fue en atención a Heracles, no creo que seas merecededor de la misma consideración que un héroe hijo de los dioses, estás aquí lo hayas deseado o no, ¡la muerte no pide permiso!, ¡confórmate de una vez!

Ante tal circunstancia, y armado del valor que otorga la desesperación que tiene un animal acorralado cuando carece de alternativa para huir, comencé a agredirlo: ¡Déjame regresar, maldito barquero corrupto, espuria deidad etrusca de poca monta!, ¡en mala hora, para desdicha de los mortales, te grabó Dante en nuestras conciencias!, dejé bondades pendientes de consumar y tu piedad pudiera dejar de ti una mejor memoria y honor del que actualmente gozas... -¡Hablas demasiado para ser una sombra, insensato! me interrumpió, mencionas el bien como si fuera una cosa facilmente lograble para tu especie, producto de las cenizas de los titanes lo único que mantuvieron de ellos fue la crueldad y el egoismo, no me canso de despreciar y escupir la cara a todas las sombras de mortales en camino al Averno después de una vida repleta de infamias, excesos, desperdicios e indolencia, ¡si no los maltrato más es porque sé que de todas formas tendrán su castigo en el infierno, a lo mucho los dejo ahogarse cuando tratan de huir de su destino, para que sufran la triste muerte de los náufragos!, ¿en verdad tienes tu algo de diferente a ellos? 

Al escuchar lo anterior tuve una ingenua idea que pensé quizá me permitiría calar en el ánimo de la espectral figura que tenía como interlocutor: ¡vamos Caronte!, dije con renovada ilusión, si maltratas a quienes han tenido una vida indecorosa quiere decir que anima en tí Themis, la facultad de razonar y hacer un juicio sobre las cosas y las personas, sé, en consecuencia, que tienes conciencia y anida en ti alguna noción de justicia y retribución, ¡jamás he cometido crueldad con nadie!, tus poderes de inmortal te deben permitir saber que en mí anidan sentimientos nobles, si bien, he de reconocerlo, se han quedado la mayoría de las veces atascados en el pantano de mi indecisión, sometido a la seducción de la voluptuosidad de los placeres terrenales, consumiéndome en mi hedonismo, no creas que por ello soy indiferente frente a la crueldad y la hipocresía, debes de saberlo bien, no he cometido crimen alguno y me indignan las injusticias tanto como a tí, ¡no merezco el trato que el destino aguarda en estos lugares a todas las monstruosidades humanas que acabas de referir! Caronte se quedó callado frente a mis súplicas y reclamos, con una postura y mirada inexpresiva, que seguramente significaba que me encontraba enmedio de sus reflexiones, no se si con odio, lástima o extrañeza, cualquier cosa podría significar esa mirada, aparentemente abstraida. Después de unos instantes en esa posición, en que mantuve quizá temerariamente la mirada sobre él, reanudó su remo, no me atreví a cuestionarlo más sobre la suerte que me esperaba, indefenso, cada vez más débil, con plena conciencia de que había echado la última de mis tiradas.

Tras un tiempo que calculo entre 3 o 4 días, no se puede percibir en esos lugares la diferencia entre el día y la noche, estuve echado sobre la barca, sin asomarme siquiera fuera de ella, congelado, inerte, practicamente sin vida, ahora si que en calidad de poco más que una mera sombra sin rasgos definidos que hicieran recordar lo que fue mi presencia física, con una apagada esperanza de que quizá Caronte se encontrare indeciso, sin saber qué era lo correcto hacer conmigo, de forma que se abriera una pequeña rendija que me permitiera acceder a su misericordia.

Al estar así, muerto más que vivo, apareció un carrousel de personas y acontecimientos por mi memoria, un desfile que me hacía recordar muchos empeños que pudieron muy bien merecer mi atención, pero que nunca me decidí a acometer, tanta gente de la que no me despedí, tanta ayuda que pudiéndo dar no proporcioné, tanta denuncia por señalar, tanto por leer y conocer, tanto por escribir, tanto por querer, tanto por pedir perdón y desofender, en fin, tanto camino por andar, estaba enfurecido por mi estupidez, ¡cómo deseaba volver a nacer y comenzar de nuevo!

Me incorporó de mi estado somnoliente el choque de la balsa con una orilla y me bajé instintivamente, desfalleciente, casi sin voluntad, ¿en donde me estaba dejando Caronte? ¿me encontraba acaso en el bosque de Perséfone, esposa de Hades, en el cual debía de buscar mi lugar entre todas las sombras que provienen del mundo, para vagar eternamente remembrando con ellos lo que fueron nuestras despediciadas vidas? El propio Caronte me sacaría de las dudas apenas terminé de cuestionarme lo anterior: ¡hasta aquí te puedo dejar! me dijo, busca a Hermes, suplica a los dioses encontrarlo y que se apiade de tí, de lo contrario quedarás vagando en las orillas de este lugar por cien años, hasta que me vuelva a preocupar por tí; si logras regresar al mundo de los mortales, recuerda tus palabras, tus promesas y arrepentimientos, siéntete afortunadísimo, algún dios te sonríe, sin duda, quizá la propia Perséfone, hermosa reina del mundo subterráneo.

¡Así será, agraciado genio de ultratumba! le contesté, revigorizado por la esperanza, ¡no lo dudes, gracias, gracias, gracias... aunque no parezca importarte, haré quedar grabada en la memoria de los mortales la indulgencia que has tenido conmigo! ¡te lo prometo! Al terminar de pronunciar yo estas palabras volteo en mi dirección con mayor fijeza, me miró impasible por unos segundos, esa mirada, lo más cercano a la expresión de algun sentimiento afectuoso que pude observar de Caronte, nunca la olvidaré. Giró de posición de manera repentina y se fue remando lenta pero decididamente para continuar su lúgubre destino. A diferencia de lo que me acababa de suceder, Caronte no podía escapar a los designios que había decretado para él nuestro imaginario mitológico.

Cuando me quedé solo, sin poder seguir viendo la barca de Caronte en el horizonte, me percaté de que nadie se había acercado a mí, no vi sombras ni seres vivos, así que comencé a buscar con ansiedad a Hermes, al cabo de un rato la ansiedad se convirtió en desesperación: ¡Hermes, aquí estoy, regresame al mundo de los mortales! ¡Hermes!... al gritar sentí que me dolía un poco el pecho pero podía respirar bien, no obstante mi voz era débil, se apagaba poco a poco... ¡Hérmes, apiádate de mí, regrésame por favor!, ¡carajo! ¡cómo me molesta el pecho del lado izquierdo! quizá estoy entumido por el frío, me consolé a mi mismo... -Te duele el pecho por la endoscopía, me dijo la voz del doctor, que de esa manera me volvía a la realidad mundana, pero estás bien, tus signos vitales son satisfactorios, por momentos se te bajó demasiado la presión en estos días y no la podíamos restablecer, pero el peligro ya pasó, te recuperarás sin duda, sino hay alguna complicación inesperada, en dos o tres días más estarás de regreso en casa, por el momento descansa.

A escuchar esto la alegría se agolpó en mi cuerpo de manera tal que sentí que estallaría por carecer de un lugar suficiente por donde manifestarse exteriormente, como un torrente de agua que avasalla una presa que infructuosamente pretende contenerlo; tenía tantas cosas que decir para salir de mi pasmo, ardía en deseos de contar lo que pasé, pero preferí callar, me parecia lo correcto, lo respetuoso después de la estremecedora experiencia que había vivido. Supe entonces que ya no vería la sombría figura de Caronte de la manera descuidada, triste y repugnante con que hasta ese momento la había concebido, no dejaba de tratarse de una de las muchas figuras míticas que, de una forma u otra, han alimentado con sus pasiones la imaginación humana, que nos han inspirado y formado con sus virtudes y defectos ¡tan humanos!, previamente a la dominación de la ciencia, fría y exacta.

A veces pienso que esa última mirada de Caronte, que parecía haber olvidado sonreir, fue una especie de muestra de gratitud por ser considerado por mí como algo que rebasaba los rígidos confines a que lo tiene sometido la fantasía humana. Sería acaso el gesto de una creación mitológica, que apela por ser liberado del fatal destino que le hemos asignado.

Nota: la ilustración es del gran Gustave Doré.

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